quinta-feira, 26 de setembro de 2019

CONJURACIÓN ANIMISTA?


ESPECTROS DE MARX EL ESTADO DE LA DEUDA, EL TRABAJO DEL DUELO Y LA NUEVA INTERNACIONAL Jacques DerridaCapítulo 2

https://redaprenderycambiar.com.ar/derrida/textos/conjurar_marxismo.htm

Este discurso dominador tiene, con frecuencia, la forma maníaca, jubilosa e incantatoria que Freud asignaba a la fase llamada triunfante en el trabajo del duelo. La incantación se repite y se ritualiza, mantiene y se mantiene con fórmulas, como prescribe toda magia animista. Vuelve a la cantinela y al refrán. Al ritmo de un paso cadencioso, clama:  ¡viva el capitalismo, viva el mercado, sobreviva el liberalismo económico y político!

*

Además de por las razones que acabamos de dar, tendremos aún que privilegiar esa figura de la conjuración por otras razones que ya se han anunciado. En ambos conceptos de conjuración (conjuración y conjuro, Verschwörung y Beschwörung), debemos tener en cuenta otra significación esencial. La del acto que consiste en jurar, en prestar juramento, por tanto en prometer, en decidir, en adquirir una responsabilidad, en suma, en comprometerse de manera performativa. Y de manera más o menos secreta, más o menos pública, pues, allí donde esa frontera entre lo público y lo privado se desplaza constantemente, quedando menos garantizada que nunca, como aquella que permitiría identificar lo político. Y si esta frontera capital se desplaza es porque el medium en el que se instituye, a saber, el medium mismo de los media (la información, la prensa, la telecomunicación, la tecno-tele-discursividad, la tecno-tele-iconicidad, lo que garantiza y determina en general el espaciamiento del espacio público, la posibilidad misma de la res publica y la fenomenalidad de lo político), ese elemento no está ni vivo ni muerto, ni presente ni ausente: espectraliza. No depende de la ontología, del discurso sobre el ser del ente o sobre la esencia de la vida o de la muerte. Requiere lo que llamamos, por economía más que por inventar una palabra, la fantología. Categoría que consideraremos irreductible y, en primer lugar, irreductible a todo lo que ella hace posible: la ontología, la teología, la onto-teología positiva o negativa.

Esta dimensión de la interpretación performativa, es decir, de una interpretación que transforma aquello mismo que interpreta, desempeñará un papel indispensable en lo que me gustaría decir esta tarde. Una interpretación que transforma lo que interpreta es una definición del performativo que es tan poco ortodoxa desde el punto de vista de la speech act theory como desde el de la undécima de las Tesis sobre Feuerbach («Los filósofos no han hecho sino interpretar el mundo de diferentes formas, lo que importa es transformarlo». «Die Philosophen haben die Welt nur verschieden interpretiert; es kommt aber drauf an, sie zu verändern».)

Si tomo la palabra en la apertura de un coloquio tan impresionante, ambicioso, necesario o arriesgado, otros dirían histórico; si, después de prolongadas vacilaciones, y a pesar de los límites evidentes de mi competencia, he aceptado con todo la invitación con la que me ha honrado Bernd Magnus, no es, en primer lugar, para mantener un discurso filosófico y erudito. Es, ante todo, para no eludir una responsabilidad. Más precisamente: para someter a discusión algunas hipótesis sobre la naturaleza de semejante responsabilidad. Cuál es la nuestra? ¿En qué es histórica? y ¿qué tiene que ver con tantos espectros?

Nadie, me parece, puede discutirlo: una dogmática intenta instalar su hegemonía mundial bajo unas condiciones paradójicas y sospechosas. Hay, hoy en día, en el mundo, un discurso dominante, o más bien en trance de hacerse dominante...
Si dicha hegemonía intenta montar su dogmática orquestación en condiciones sospechosas y paradójicas es, en primer lugar, porque esta conjuración triunfante se esfuerza verdaderamente en denegar, y para ello, en ocultarse el que, jamás, pero jamás de los jamases en la historia, el horizonte de eso cuya supervivencia se celebra (a saber, todos los viejos modelos del mundo capitalista y liberal) ha sido más sombrío, amenazador y amenazado. Ni más «histórico», entendiendo por tal inscrito en un momento absolutamente inédito de un proceso que no por ello está menos sometido a una ley de iterabilidad.

¿Qué hacemos hablando, desde estas primeras frases, de un discurso que tiende a ser dominante y de una evidencia indiscutible al respecto?

Al menos dos cosas. Recurrimos, evidentemente, a conceptos recibidos: 1) el de hegemonía («discurso dominante») y 2) el de testimonio («evidencia indiscutible»). Tendremos que dar cuenta de ellos y justificarlos.


1. Nos hemos referido implícitamente —sobre todo para hablar de lo que, supongo, a nadie se le ocurriría poner en duda— a aquello que organiza y controla por todas partes la manifestación pública, el testimonio en el espacio público. Se trata de un conjunto constituido, al menos, por tres lugares o dispositivos indisociables de nuestra cultura.

a)  En primer lugar está la cultura llamada, con mayor o menor propiedad, política (los discursos oficiales de los partidos y de los políticos en el poder en el mundo, más o menos allí donde prevalecen modelos occidentales, el habla o la retórica de lo que se denomina, en Francia, la «clase política»).

b) También está la cultura confusamente calificada de mass-mediática: «comunicaciones» e interpretaciones, producción selectiva y jerarquizada de la «información» a través de canales cuya potencia se ha acrecentado de manera absolutamente inédita a un ritmo que coincide precisamente, sin duda de modo no fortuito, con el de la caída de los regímenes de modelo marxista, a la cual ha contribuido poderosamente pero —y esto no es menos importante— bajo formas, modos de apropiación y a una velocidad que afectan también, de manera esencial, al concepto mismo del espacio público en las democracias llamadas liberales; y, en el centro de este coloquio, la cuestión de la tele-tecnología, de la economía y del poder mediáticos, en su dimensión irreductiblemente espectral, debería atravesar todas las discusiones. ¿Qué se puede hacer con esquemas marxistas para tratar hoy de todo ello —teórica y prácticamente— y por tanto para cambiarlo? Para decirlo con una frase que resumiría en el fondo la posición que voy a defender (y lo que adelanto aquí, perdónenme por insistir en esta inquietud, corresponde más a una toma de partido que al trabajo que dicha posición reclama, presupone o prefigura), esos esquemas parecen a la vez indispensables e insuficientes en su forma actual. Marx es uno de los escasos pensadores del pasado que tomaron en serio, al menos en su principio, la indisociabilidad originaria de la técnica y del lenguaje, por tanto de la tele-técnica (ya que todo lenguaje es una tele-técnica). Esto no es en absoluto denigrarlo, es incluso hablar dentro de lo que de nuevo nos atreveremos a llamar el espíritu de Marx. Decir que Marx no podía, en cuanto a la tele-técnica, es decir, también en cuanto a la ciencia, acceder ni a la experiencia ni a las anticipaciones que son hoy las nuestras, es casi citarle al pie de de la letra en sus propias previsiones, es tomar nota y confirmarlo.

c)  Por último, está la cultura erudita o académica, especialmente la de los historiadores, los sociólogos y los politólogos, la de los teóricos de la literatura, los antropólogos, los filósofos, en particular los filósofos políticos, cuyo discurso es a su vez sustituido por la edición académica, comercial y también mediática en general. Pues no escapará a nadie que los tres lugares, formas y poderes de la cultura que acabamos de identificar (el discurso expresamente político de la «clase política», el discurso mediático y el discurso intelectual, erudito o académico) están más que nunca soldados por los mismos aparatos o por aparatos indisociables. Estos aparatos son, sin duda, complejos, diferenciales, conflictivos, sobredeterminados. Pero sean cuales sean los conflictos entre ellos, sean cuales sean sus desigualdades o sus sobredeterminaciones, (se) comunican y concurren en todo momento hacia el punto de mayor fuerza para garantizar la hegemonía o el imperialismo en cuestión. Lo hacen gracias a la mediación de lo que se llama, precisamente, los media en el sentido más amplio, más móvil y, teniendo en cuenta la aceleración de los adelantos técnicos, en el sentido más invasor de este término. La hegemonía político-económica, al igual que la dominación intelectual o discursiva, pasa, como jamás lo había hecho en el pasado, ni en tal grado ni bajo tales formas, por el poder tecno-mediático —es decir, por un poder que a la vez, de manera diferenciada y contradictoria, condiciona y pone en peligro toda democracia—. Ahora bien, éste es un poder, un conjunto diferenciado de poderes que no se puede analizar ni, llegado el caso, combatir, ni apoyar aquí o atacar allí, sin tener en cuenta múltiples efectos espectrales, sin tener en cuenta la nueva velocidad de aparición (entendamos esta palabra en el sentido fantasmático) del simulacro, la imagen sintética o protética, el acontecimiento virtual, el cyberspace y la confiscación y las apropiaciones o especulaciones que despliegan hoy en día potencias inauditas. Si, ante la cuestión de saber si Marx y sus herederos nos han ayudado a pensar y a tratar este fenómeno, decimos que la respuesta es a la vez sí y no, sí en tal aspecto, no en tal otro, y que si hay que filtrar, seleccionar, diferenciar, reestructurar las cuestiones, es solamente para anunciar, de manera muy preliminar, el tono y la forma general de nuestras conclusiones, a saber, que hay que asumir la herencia del marxismo, asumir lo más «vivo» de él, es decir, paradójicamente, aquello de él que no ha dejado de poner sobre el tapete la cuestión de la vida, del espíritu o de lo espectral, de la-vida-la-muerte más allá de la oposición entre la vida y la muerte. Hay que reafirmar esta herencia transformándola tan radicalmente como sea necesario. Reafirmación que sería a la vez fiel a algo que resuena en la llamada de Marx —digamos de nuevo en el espíritu de su inyunción— y conforme con el concepto de la herencia en general. La herencia no es nunca algo dado, es siempre una tarea. Permanece ante nosotros de modo tan indiscutible que, antes mismo de aceptarla o renunciar a ella, somos herederos, y herederos dolientes, como todos los herederos. En particular, de lo que se llama marxismo. Ser, esa palabra en la que veíamos más arriba la palabra del espíritu, quiere decir, por la misma razón, heredar. Todas las cuestiones a propósito del ser o de lo que hay que ser (o no ser: or not to be) son cuestiones de herencia. No hay ningún fervor pasadista en recordarlo, ningún regusto tradicionalista. La reacción, lo reaccionario o lo reactivo son sólo interpretaciones de la estructura de herencia. Somos herederos, eso no quiere decir que tengamos o que recibamos esto o aquello, que tal herencia nos enriquezca un día con esto o con aquello, sino que el ser de lo que somos es, ante todo, herencia, lo queramos y lo sepamos o no. Y que, Hölderlin lo dice muy bien, no podemos sino testimoniarlo. Testimoniar sería testimoniar lo que somos en tanto que heredamos de ello, y he ahí el círculo, he ahí la suerte o la finitud, heredamos aquello mismo que nos permite testimoniar de ello. Hölderlin, por su parte, llama a esto, al lenguaje, «el más peligroso de los bienes», dado al hombre «a fin de que testimonie haber heredado / lo que él es (damit er zeuge, was er sei/geerbt zu haben)»[i].

Nenhum comentário:

Postar um comentário