https://redaprenderycambiar.com.ar/derrida/textos/conjurar_marxismo.htm
Confiamos, en efecto, al menos provisionalmente, en esa forma de análisis crítico que hemos heredado del marxismo: en una situación dada, y con tal que sea determinable y determinada como la de un antagonismo sociopolítico, una fuerza hegemónica aparece siempre representada por una retórica y por una ideología dominantes, cualesquiera que sean los conflictos de fuerzas, la contradicción principal o las contradicciones secundarias, las sobredeterminaciones o los relevos que, luego, puedan complicar dicho esquema —y, por tanto, incitarnos a sospechar de la simple oposición entre lo dominante y lo dominado, incluso de la determinación última de las fuerzas en conflicto, e, incluso, más radicalmente, a sospechar que no sea la fuerza siempre más fuerte que la debilidad (Nietzsche y Benjamin nos han animado a dudar de ello, cada uno a su manera, y sobre todo este último cuando asoció el «materialismo histórico», justamente, a la herencia de alguna «débil fuerza mesiánica»[ii])—. Herencia crítica: así, por ejemplo, se puede hablar de discurso dominante o de representaciones e ideas dominantes, y referirse, así, a un campo conflictual jerarquizado sin suscribir necesariamente los conceptos con que Marx determinó tan a menudo, sobre todo en La ideología alemana, las fuerzas que se disputan la hegemonía
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resultarían fenómenos «empíricos» acreditados por «testimonios empíricos»[vii]. Su acumulación no desmentiría en absoluto la orientación ideal de la mayor parte de la humanidad hacia la democracia liberal. Como tal, como telos de un progreso, dicha orientación tendría la forma de una finalidad ideal. Todo lo que parece contradecirla procedería de la empiricidad histórica, por masiva y catastrófica y mundial y múltiple y recurrente que ésta sea. Incluso si se admitiese la simplicidad de esta distinción sumaria entre la realidad empírica y la finalidad ideal, quedaría aún por saber cómo esta orientación absoluta, este telos ahistórico de la historia da lugar, muy precisamente en nuestros días, en este tiempo, en nuestro tiempo, a un acontecimiento del que Fukuyama habla como de una «buena nueva» y que fecha, muy explícitamente, como la «evolución más notable de este último cuarto del siglo xx»[viii]. Sin duda, reconoce que lo que describe como el derrumbamiento de las dictaduras mundiales de derecha o de izquierda no siempre ha «abierto la vía a democracias liberales estables». Pero cree poder afirmar que, en esta fecha, y ésta es la «buena nueva», una nueva fechada, «“la” democracia liberal resulta la única aspiración política coherente que vincula diferentes regiones y culturas sobre toda la tierra». Esta «evolución hacia la libertad política en el mundo entero» habría estado, según Fukuyama, «siempre acompañada», la frase es suya (según la traducción francesa para «sometimes followed sometimes preceded»), por «una revolución liberal en el pensamiento económico»[ix]. La alianza de la democracia liberal y del «libre mercado»: ésta es —la frase es del autor y no es solamente una buena frase— la «buena nueva» de este último cuarto de siglo. Esta imagen evangélica es notablemente insistente. Como prevalece o pretende prevalecer a escala geopolítica, merece al menos ser subrayada.
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(Vamos, pues, a subrayarla, al igual que la de la Tierra prometida, de la que está a la vez próxima y disociada por dos razones que aquí sólo podremos indicar entre paréntesis. Por una parte, estas imágenes bíblicas desempeñan un papel que parece exceder el simple cliché retórico cuya apariencia tienen. Por otra parte, llaman tanto más la atención cuanto que, de manera no fortuita, la mayor concentración sintomática o metonímica de lo que permanece irreductible en la coyuntura mundial en que se inscribe hoy la cuestión «Adónde va el mundo?
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Vuelta a la retórica evangélica de Fukuyama:
[...] Contamos hasta tal punto con que el futuro nos traiga noticias catastróficas a propósito de la salud y la seguridad de las políticas democráticas, que a veces nos resulta difícil reconocer las buenas nuevas cuando nos llegan. Y, sin embargo, la buena nueva ha llegado[x].
La insistencia neoevangélica es significativa por más de una razón. Un poco más adelante, esta imagen cristiana atraviesa el anuncio judío de la Tierra prometida. Pero para apartarse enseguida de él. Si el desarrollo de la física moderna no es ajeno al advenimiento de la buena nueva, especialmente, nos dice Fukuyama, en cuanto se vincula a una tecnología que permite «la acumulación infinita de riquezas» y la «homogeneización creciente de todas la sociedades humanas», es «en primer lugar» porque esa «tecnología confiere ventajas militares decisivas a los países que la poseen»[xi]. Ahora bien, aunque sea esencial e indispensable para el advenimiento o la «buena nueva» proclamada por Fukuyama, esta circunstancia físico-técnico-militar nos conduce, dice, sólo ante las puertas de esa «Tierra prometida»:
Pues si bien las modernas ciencias físicas nos guían hacia las puertas de esta «Tierra prometida» que parece ser la democracia liberal, no por ello nos llevan a franquearlas, porque no hay ninguna razón económicamente necesaria para que el avance de la industrialización haya de producir la libertad política
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Después de haber distinguido entre el modelo anglosajón de Estado liberal (Hobbes, Locke) y el «liberalismo» hegeliano que persigue, en primer lugar, el «reconocimiento racional», Fukuyama distingue entre dos actitudes de Kojève. Cuando éste describe la perfección del Estado universal y homogéneo, se inspira demasiado en Locke y en un modelo anglo-sajón criticado por Hegel. En contrapartida, tiene razón cuando afirma que la América de la posguerra o la Comunidad Europea constituyen «la realización perfecta del Estado universal y homogéneo, el Estado del reconocimiento universal»[xv].
Es decir, por consiguiente, con toda lógica, un Estado cristiano. Una Santa Alianza.
No se opondrá ninguna evidencia vulgarmente «empírica» a estas predicaciones predictivas y predecibles. Volveremos a encontrarnos con el problema de la empiricidad dentro de un momento. Si se tiene en cuenta hoy, en Europa, la fecha de estas declaraciones, las de Kojève y las de Fukuyama, resulta aún más difícil alegar circunstancias atenuantes para un libro publicado y muy traducido en 1992. Y precisemos también que, justamente, en nombre de una interpretación cristiana de la lucha por el reconocimiento[xvi] y, por tanto, del Estado universal y, por tanto también, de la ejemplar Comunidad Europea, el autor de El fin de la historia y el último hombre (el hombre cristiano) critica a Marx y propone corregir su economicismo materialista y «completarlo»: le faltaría ese «pilar» hegeliano-cristiano del reconocimiento o esa componente «timótica» del alma. El Estado universal y homogéneo, el del fin de la Historia, debería sustentarse sobre ese «doble pilar de la economía y del reconocimiento»[xvii]. Como en los tiempos del Manifiesto, una alianza europea se forma en el asedio de lo que aquélla excluye, combate o reprime. Fin de este paréntesis. El alcance —pasado o futuro— de ese neo-evangelismo se precisará más adelante.
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El materialismo economicista o el materialismo de la física moderna deberían así, en esta lógica, ceder su lugar al lenguaje espiritualista de la «buena nueva». Por consiguiente, Fukuyama estima necesario recurrir a lo que llama «la explicación no materialista que [Hegel] propone de la historia, fundada sobre lo que llamaba la “lucha por el reconocimiento”». Verdaderamente, todo el libro se inscribe en la indiscutida axiomática de este esquema simplificado —y fuertemente cristianizado— de la dialéctica del amo y del esclavo de la Fenomenología del espíritu. La dialéctica del deseo y de la conciencia es presentada, sin embargo, con una confianza imperturbable, como la continuación de una teoría platónica del thymos que es reemplazada, hasta Hegel y más allá de él, por una tradición que pasaría, a pesar de tantas diferencias y debates entre todos estos pensamientos políticos, por Maquiavelo, Hobbes, Locke, etc. La concepción anglosajona del liberalismo moderno también sería ejemplar al respecto. En efecto, ésta habría intentado excluir toda esa megalotimia (propia de Stalin, de Hitler y de Sadam Hussein[xviii]), incluso aunque «el deseo de reconocimiento continúe estando omnipresente bajo la forma residual de la isotimia». Toda contradicción desaparecería desde el momento en que un Estado pudiera conjugar lo que Fukuyama llama los dos «pilares»[xix], el de la racionalidad económica y el del thymos o del deseo de reconocimiento. Tal sería el caso, y la cosa habría advenido, según Kojève, al menos tal y como es interpretado —y aprobado— por Fukuyama. Este hace acreedor a Kojève de una «constatación justa» (traducción de la traducción francesa de important truth) «al afirmar que la América de postguerra o los miembros de la Comunidad Europea constituían la realización perfecta del Estado universal y homogéneo, el Estado del reconocimiento universal
Subrayemos estas palabras («constatación justa», important truth). Traducen bastante bien la sofisticada ingenuidad o el grosero sofisma que confieren su movimiento, y también su tono, a semejante libro. Y le privan también de toda credibilidad. Porque Fukuyama quiere sacar argumentos de todo: de la «buena nueva» como acontecimiento empírico y presuntamente constatable (la «constatación justa», la «importante verdad» de la «realización perfecta del Estado universal»), y/o de la «buena nueva» como simple anuncio de un ideal regulador aún inaccesible, que no podría medirse por ningún acontecimiento histórico ni, sobre todo, por ningún fracaso llamado «empírico».
Por una parte, el evangelio del liberalismo político-económico necesita del acontecimiento de la buena nueva que consiste en lo que habría sucedido efectivamente (lo que ha sucedido en este fin de siglo, en particular la presunta muerte del marxismo y la presunta realización del Estado de la democracia liberal). No puede prescindir del recurso al acontecimiento pero como, por otro lado, la historia efectiva y tantas otras realidades de apariencia empírica contradicen ese advenimiento de la democracia liberal perfecta, es preciso, al mismo tiempo, plantear esta perfección como un simple ideal regulador y transhistórico. Según le beneficie y sirva a su tesis, Fukuyama define la democracia liberal unas veces como una realidad efectiva, otras como un simple ideal. El acontecimiento es, unas veces, la realización, otras, el anuncio de la realización. Tomando, con todo, en serio la idea de que un anuncio o una promesa constituyen acontecimientos irreductibles, debemos, sin embargo, cuidarnos de no confundir esos dos tipos de acontecimiento. Un pensamiento del acontecimiento es, sin duda, lo que más le falta a semejante discurso.
Si insistimos tanto, desde el principio, en la lógica del fantasma, es porque ésta señala hacia un pensamiento del acontecimiento que excede necesariamente a una lógica binaria o dialéctica, aquella que distingue u opone efectividad (presente, actual, empírica, viva —o no—) e idealidad (no-presencia reguladora o absoluta). Esta lógica de la efectividad parece tener una pertinencia limitada. Ciertamente el límite no es nuevo, se marca desde siempre tanto en el idealismo antimarxista como en la tradición del «materialismo dialéctico». Pero dicho límite parece mejor demostrado que nunca por lo que ocurre hoy día de fantástico, fantasmático, «sintético», «protético», virtual, en el orden científico, y por tanto tecnomediático, y por tanto público y político. Y también ha sido puesto aún más de manifiesto por aquello que inscribe la velocidad de una virtualidad irreductible a la oposición del acto y la potencia en el espacio del acontecimiento, en la acontecibilidad del acontecimiento.
Por no reelaborar un pensamiento del acontecimiento, Fukuyama oscila confusamente entre dos discursos irreconciliables. Aunque cree en su realización efectiva (es ésta la «importante verdad»), Fukuyama no tiene inconveniente en oponer la idealidad de este ideal democrático-liberal a todos los testimonios que muestran masivamente que ni los Estados Unidos ni la Comunidad Europea han alcanzado la perfección del Estado universal o de la democracia liberal y que apenas, por así decirlo, se han aproximado a ella. (¿Y cómo ignorar, por otra parte, la guerra económica que causa estragos hoy tanto entre estos dos bloques como en el interior de la Comunidad Europea? ¿Cómo minimizar los conflictos del GATT y todo lo que allí se concentra, las complejas estrategias del proteccionismo lo recuerdan cada día, por no hablar de la guerra económica con Japón ni de todas las contradicciones que agitan el comercio de esos países ricos con el resto del mundo, los fenómenos de pauperización y la ferocidad de la «deuda exterior», los efectos de lo que el Manifiesto llamaba también la «epidemia de la sobreproducción» y el «estado de barbarie momentánea» que aquélla puede generar en sociedades llamadas civilizadas, etc.? Para analizar estas guerras y la lógica de estos antagonismos, una problemática de tradición marxiana será indispensable durante mucho tiempo. Durante mucho tiempo. ¿Y por qué no siempre? (Decimos bien una problemática de tradición marxiana, en su apertura y en la constante transformación que habría debido y deberá caracterizarla, no la dogmática marxista ligada a las estasis y a los aparatos de la ortodoxia.)
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