https://redaprenderycambiar.com.ar/derrida/textos/conjurar_marxismo.htm
Fukuyama rechaza lo que serenamente considera como «testimonios “empíricos” que nos ofrece el mundo contemporáneo»[xxvi]. «Debemos, por el contrario —prosigue—, examinar directa y explícitamente la naturaleza de los criterios transhistóricos que permiten evaluar el carácter bueno o malo de todo régimen o sistema social»[xxvii]. La medida de todas las cosas tiene un solo nombre: el criterio transhistórico y natural por el que, finalmente, Fukuyama propone medirlo todo se llama «el hombre en cuanto Hombre». Es como si nunca se hubiera tropezado con ninguna cuestión inquietante en torno a dicho Hombre, ni hubiera leído a un determinado Marx, ni al Stirner con el que se ensaña La ideología alemana en cuanto a la abstracción propiamente fantasmática de semejante concepto de hombre, por no hablar de Nietzsche (constantemente caricaturizado y reducido a algunos miserables estereotipos: por ejemplo ¡el «relativista»! y no el pensador de un («último hombre» al que tan a menudo llamó así), por no hablar de Freud (evocado un sola vez como el que pone en duda la «dignidad humana» al reducir al hombre a «pulsiones sexuales profundamente escondidas»[xxviii]), ni de Husserl —simplemente pasado por alto— o de Heidegger (que no sería sino el «sucesor» de Nietzsche el relativista[xxix]), por no hablar de algunos pensadores aún más cercanos a nosotros y ante todo, sobre todo, por no hablar de Hegel, del que lo menos que se podría decir es que no es un filósofo del hombre natural y transhistórico. Aun cuando la referencia a Hegel domina en ese libro, no resulta en ningún momento turbada por esta evidencia. Para definir esa entidad supuestamente natural, ahistórica y abstracta, ese hombre en cuanto Hombre del que tranquilamente habla, Fukuyama pretende volver a lo que llama «el primer hombre», es decir, «el hombre natural». Sobre el concepto de naturaleza, sobre la genealogía de este concepto, Fukuyama guarda, por lo demás, silencio (casi tanto como Marx, todo hay que decirlo, aunque el tratamiento crítico al que éste somete los conceptos abstractos de Naturaleza y de Hombre no deja de ser rico y fecundo). Y cuando, para hablar de este «hombre natural», Fukuyama pretende recurrir a una dialéctica «enteramente no materialista» surgida de lo que él denomina «un nuevo filósofo de síntesis que se llamaría Hegel-Kojève», el artefacto que nos propone parece tan inconsistente (tanto en el sentido francés como en el inglés de este término) que renunciaremos a concederle demasiado tiempo esta tarde. Más allá de su ingenuidad filosófica, hay sin duda que tratarlo justamente como un artefacto, un montaje sintomático que responde, para tranquilizarla, a una demanda, casi podría decirse que a un encargo. Debe sin duda su éxito a esa confusión apaciguadora y a esa lógica oportunista de la «buena nueva» que oportunamente pasa de contrabando.
A pesar de todo ello, parece que no sería ni justo ni siquiera interesante acusar a Fukuyama de la fortuna alcanzada por su libro. Sería mejor preguntarse por qué el libro, con la «buena nueva» que pretende aportar, se ha convertido en semejante gadget mediático, y por qué hace furor en todos los supermercados ideológicos de un Occidente angustiado, donde se compra ese libro igual que, a los primeros rumores de guerra, la gente se lanza sobre el azúcar y el aceite antes de que se acaben. ¿Por qué esa amplificación mediática? ¿Y cómo es que un discurso de este tipo es buscado por aquellos que, si bien cantan la victoria del capitalismo liberal y su predestinada alianza con la democracia, lo hacen sólo para ocultar —y, sobre todo, ocultárselo a sí mismos— que nunca dicho triunfo ha sido tan crítico, frágil, amenazado, incluso en ciertos aspectos catastrófico y, en el fondo doliente por lo que el espectro de Marx representa todavía hoy y que se intentaría conjurar de manera jubilosa y maníaca (fase necesaria en un trabajo del duelo aún no acabado. según Freud pero también virtualmente doliente por sí mismo. Al ocultar todos estos fracasos y todas estas amenazas, se pretende ocultar el potencial —fuerza y virtualidad— de lo que se llamará el principio, e incluso, siempre recurriendo a la ironía, el espíritu de la crítica marxista. Me gustaría distinguir este espíritu de la crítica marxista, que parece hoy en día más indispensable que nunca, del marxismo como ontología, sistema filosófico o metafísico, «materialismo dialéctico»[xxx]; del marxismo como materialismo histórico o como método; y del marxismo incorporado en aparatos de partido, en Estados o en una Internacional obrera. Pero también lo distinguiremos de lo que podríamos llamar, para ir deprisa, una deconstrucción, en los aspectos en que ésta ya no es, en cualquier caso, simplemente una crítica y en los que las cuestiones que plantea a toda crítica e incluso a toda cuestión no han estado nunca en posición ni de identificarse ni sobre todo de oponerse simétricamente a algo como el marxismo, como la ontología o la crítica marxistas. Si un discurso del tipo del de Fukuyama desempeña eficazmente el papel de interferencia y de denegación doblemente doliente que se espera de él, es porque, hábilmente para unos, groseramente para otros, lleva a cabo un juego de manos: por una parte (con una mano), acredita una lógica del acontecimiento empírico que necesita cuando se trata de constatar la derrota, por fin, final de los Estados llamados marxistas y de todo lo que bloquea el acceso a la Tierra prometida de los liberalismos económico y político, pero, por otra parte (con la otra mano), en nombre del ideal transhistórico y natural, desacredita esa misma lógica del acontecimiento llamado empírico. Debe suspenderla para no atribuir a ese ideal ni a su concepto aquello que, precisamente, los contradice de manera tan cruel: en una palabra, todo el mal, todo lo que no va bien en los Estados capitalistas y en el liberalismo, en un mundo dominado por fuerzas, estatales o no, cuya hegemonía está ligada a este ideal pretendidamente transhistórico o natural (digamos más bien naturalizado). De las grandes figuras de lo que va tan mal en el mundo hoy en día, diremos algo enseguida. En cuanto al juego de manos entre la historia y la naturaleza, entre la empiricidad histórica y la trascendentalidad teleológica, entre la pretendida realidad empírica del acontecimiento y la idealidad absoluta del telos liberal, no se puede hacer fracasar dicho juego de manos más que a partir de un nuevo pensamiento o de una nueva experiencia del acontecimiento, y de otra lógica de su relación con lo fantasmático. Trataremos de ello más adelante. La lógica de esta novedad no se opone necesariamente a la antigüedad de lo más antiguo.
Pero, una vez más, habría que evitar ser injusto con este libro. Si obras de semejante índole siguen resultando fascinantes, su incoherencia misma y a veces su afligente primitivismo desempeñan un papel de señal sintomática que hay que tener muy en cuenta.
*
A la vez jubilosa y angustiada, maníaca y doliente, a menudo obscena en su euforia, esta retórica neoliberal nos obliga, pues, a interrogar a una acontecibilidad que se inscribe en el hiato entre el momento en que lo ineludible de cierto fin se anuncia así como también el derrumbamiento efectivo de los Estados o de las sociedades totalitarias que adoptaban el rostro del marxismo. Este tiempo de latencia, que nadie pudo representarse, menos todavía calcular por adelantado, no es solamente un medio temporal. Ninguna cronología objetiva y homogénea estaría en condiciones de medirlo. Un conjunto de transformaciones de todo orden (en particular, mutaciones tecno-científico-económico-mediáticas) exceden tanto a las características tradicionales del discurso marxista como a las del discurso liberal que se opone a él. Aunque hayamos heredado algunos recursos esenciales para proyectar su análisis, hay en principio que reconocer que estas mutaciones perturban los sistemas onto-teológicos o las filosofías de la técnica como tales. Incomodan a las filosofías políticas y a los conceptos corrientes de la democracia; obligan a reconsiderar todas las relaciones entre el Estado y la nación, el hombre y el ciudadano, lo privado y lo público, etc.
Ahí es donde otro pensamiento de la historicidad nos llevaría más allá del concepto metafísico de historia y de fin de la historia, ya se derive éste de Hegel o de Marx. Ahí es donde se podrían poner en marcha, de manera más exigente, los dos tiempos del post-scriptum kojeviano sobre la posthistoria y sobre los animales posthistóricos. Hay que tener en cuenta, ciertamente, el barroquismo a veces genial, a menudo ingenuamente burlón, de Kojève. Fukuyama no lo hace suficientemente, aunque la ironía de ciertas provocaciones no se le ha escapado del todo. Pero también habría sido preciso analizar con todo rigor las numerosas articulaciones cronológicas y lógicas de esta larga y célebre footnote. Kojève -nos lo confía en el post-scriptum de esta Nota— viaja en 1959 a Japón. (Hay una tradición, una «especialidad francesa» de diagnósticos perentorios al regreso de un viaje relámpago a un país lejano cuya lengua ni siquiera se habla y del que no se sabe casi nada. Ya Péguy se burlaba de este vicio cuando Lanson se atrevió a hacerlo basándose en un viaje de unas cuantas semanas a Estados Unidos.) Al regreso de aquella visita como alto funcionario de la Comunidad Europea, Kojève llega a la conclusión de que la civilización japonesa «posthistórica» ha emprendído vías diametralmente opuestas a la «vía americana» esto debido a lo que llama —con esa desenvoltura profunda, extravagante y patafísica en la que por cierto resulta genial, pero cuya responsabilidad hay también que atribuirle— el «esnobismo en estado puro» del formalismo cultural de la sociedad japonesa. Pero no por ello deja de mantener lo que más cuenta para él, a saber, su anterior diagnóstico sobre la posthistoria propiamente americana. Simplemente, habrá tenido que revisar algo en un increíble e indecente cuadro: los Estados Unidos como «estadio final del “comunismo” marxista». Lo único que Kojève cuestiona es la idea de que este fin americano represente, por así decirlo, la última figura de lo último, a saber, del «fin hegeliano-marxista de la Historia» como presente y no como porvenir. Al revisar y discutir su primera hipótesis, Kojève llega a pensar que habría un fin todavía más final de la historia, más escatológico que el happy end americano (incluso californiano, lo dice en alguna parte), y éste sería la más que extrema extremidad japonesa (en la competencia entre los dos capitalismos cuya guerra inauguró, no lo olvidemos, ¡la era de la destrucción atómica!). Según Kojève, el estadio final del comunismo en los Estados Unidos de la postguerra reduce, como debe ser, el hombre a la animalidad. Pero hay algo aún más chic, más snob, hay un nec plus ultra en el fin de la historia, y es la posthistoricidad japonesa. Esta conseguiría, gracias al esnobismo de su cultura, preservar al hombre posthistórico de su regreso a la naturalidad animal. No obstante, hay que insistir en ello, a pesar del arrepentimiento que le llevó a pensar, tras su viaje de 1959, que Japón va más lejos, por así decirlo, en su carrera tras el fin de la historia, Kojève no reconsidera su descripción del regreso del hombre a la animalidad en los Estados Unidos de la postguerra. Descripción extravagante no porque compare los hombres a los animales sino, en primer lugar, porque pone un arrogante e imperturbable desconocimiento al servicio de efectos dudosos; y en este punto es donde convendría comparar la impudicia de Kojève con la incantación de quienes, como Fukuyama, cantan (Kojève no canta) «la universalización de la democracia liberal occidental como punto final del gobierno humano» y la victoria de un capitalismo que habría «resuelto con éxito» el «problema de las clases»[xxxi], etc. ¿Por qué y cómo podía pensar Kojève que los Estados Unidos habían alcanzado ya el «estadio final del “comunismo” marxista»? ¿Qué creía, qué quería percibir en ello? La apropiación, en abundancia, de todo lo que puede responder a la necesidad o al deseo: la anulación del hiato entre deseo y necesidad suspende todo exceso, todo desajuste, en particular en el trabajo. Nada hay de sorprendente en que este fin del desajuste (del estar out of joint) «prefigure» un «eterno presente». Pero ¿qué hay del hiato entre esta prefiguración y lo que ella representa antes de su presencia misma?
[...] Prácticamente [este «prácticamente» es la firma granguiñolesca de este sentencioso veredicto], todos los miembros de una «sociedad sin clases» pueden apropiarse, desde ahora [1946], de todo lo que les plazca, sin por ello trabajar más de lo que les apetezca. Ahora bien, varios viajes comparativos efectuados (entre 1948 y 1958) a los Estados Unidos y a la URSS me dieron la impresión de que si los americanos parecían chino-soviéticos enriquecidos, era porque los rusos y los chinos no eran sino americanos todavía pobres, en vías, por lo demás, de rápido enriquecimiento. Me vi llevado a concluir al respecto que el American way of life era el género de vida propio del período posthistórico, ya que la presencia actual de los Estados Unidos en el Mundo prefigura el futuro «eterno presente» de la humanidad entera. Así, el regreso del Hombre a la animalidad ya no aparecía como una posibilidad aún por venir, sino como una certeza ya presente. Ha sido después de un reciente viaje a Japón (1959) cuando he cambiado radicalmente de opinión sobre este punto[xxxii].
La lectura neomarxista y paraheideggeriana de la Fenomenología del espíritu por Kojève es interesante. ¿Quién lo pondrá en duda? Ha desempeñado una papel formador y no desdeñable, en muchos aspectos, para cierta generación de intelectuales franceses, justo antes o justo después de la guerra. Las cosas son, a este respecto, mucho menos simples de lo que en general se dice, pero esto no es aquí asunto nuestro. En contrapartida, si queremos leer con alguna seriedad algo que no es del todo serio, a saber la nota y el post-scriptum de Kojève sobre el postmarxismo como posthistoria de la humanidad, hay todavía que subrayar, por lo menos, algunos puntos. Para empezar, la última frase de esta nota, la más enigmática también, sigue siendo un enunciado prescriptivo. Vamos a citarla. ¿Quién la ha leído? Es quizá la apertura más irresistible del post-scriptum. Define una tarea y un deber para el porvenir del hombre posthistórico, una vez que lo que Kojève denomina la «japonización» de los occidentales (incluidos los rusos) se haya hecho efectiva. «El hombre posthistórico debe...», dice Kojève. ¿Qué debe? Debe: ¿es must o should? Cualquiera que sea la modalidad o el contenido de este deber o la necesidad de esta inyunción, incluso si requiere eternidades de interpretación, hay un «es preciso» para el porvenir. Cualquiera que sea su indeterminación, aunque fuese la de un «es preciso el porvenir», hay porvenir e historia, hay, incluso, quizá, el comienzo de la historicidad por el Hombre posthistórico, más allá del hombre y más allá de la historia tal como han sido representados hasta ahora. Debemos insistir en esta precisión, justamente porque indica una imprecisión esencial, una indeterminación que sigue siendo la marca última del porvenir: cualquiera que sea la modalidad o el contenido de este deber, de esta necesidad, de esta prescripción o de esta inyunción, de esta prenda, de esta tarea, también, pues, de esta promesa, de esta promesa necesaria, es preciso este «es preciso» y ésta es la ley. Esta indiferencia por el contenido no es indiferencia, no es una actitud de indiferencia, al contrario. Al marcar toda apertura al acontecimiento y al porvenir como tales, condiciona el interés y la no-indiferencia por lo que sea, por todo contenido en general. Sin ella no habría ni intención, ni necesidad, ni deseo, etc. El concepto de esta indiferencia singular (la diferencia misma) no lo proyecta nuestra lectura en el texto de Kojève. Este habla de ella, de ella que, en su opinión, caracteriza un porvenir que alcanzaría más allá de lo que se ha llamado, hasta ahora, la historia. Aparentemente formalista, esta indiferencia por el contenido tiene, tal vez, el mérito de hacernos pensar la forma necesariamente pura y puramente necesaria del porvenir como tal, en su ser-necesariamente-prometido, prescrito, asignado, ordenado, en la necesidad necesariamente formal de su posibilidad, en una palabra: en su ley. Es ésta la que disloca todo presente fuera de su contemporaneidad consigo. Ya sea la promesa de esto o de aquello, ya sea, o no, cumplida o ya resulte imposible de cumplir, necesariamente hay promesa y, por tanto, historicidad como porvenir. A esto es a lo que concedemos el sobrenombre de lo mesiánico sin mesianismo. Contentémonos aquí, por falta de tiempo, con leer esta frase a la que, en otro contexto y con otro ritmo, habríamos tenido que prestar toda la atención meditativa que reclama:
Lo que quiere decir que, hablando en adelante de manera adecuada de todo lo que le es dado, el Hombre posthistórico debe continuar [subrayamos este debe que reconduce, sin duda, a la condición de posibilidad común a las dos formas de lo necesario, must y should] desligando [el subrayado es de Kojève] las «formas» de sus «contenidos», haciéndolo no ya para transformar activamente estos últimos, sino para oponerse [el subrayado es de Kojève] él mismo como una «forma» pura frente a sí mismo y frente a los otros, tomados como cualesquiera contenidos[xxxiii].
¿Es posible releer de otra manera este texto de Kojève? ¿Es posible sustraerlo a una grosera manipulación, aquella a la que el propio Fukuyama —que, por otra parte, no está interesado en esta enigmática conclusión— no se aplica tanto como lo hacen aquellos que lo explotan? Leído con un mínimo sentido de los ardides de la comedia, como exige Kojève, por tanto con más cautela filosófica, política o «ideológica», este texto resiste. Sobrevive tal vez a quienes lo traducen y lo exhiben en la semana como un arma de propaganda filosófica o como un objeto de gran consumo mediático. La «lógica» de la proposición citada hace un momento bien podría responder de una ley, la ley de la ley. Esta ley nos significaría lo siguiente: en el mismo lugar, en el mismo límite, ahí donde acaba la historia, ahí donde termina cierto concepto de la historia, ahí precisamente comienza la historicidad de la historia, ahí, por fin, tiene la oportunidad de anunciarse —de prometerse—. Ahí donde acaba el hombre, determinado concepto de hombre, ahí la humanidad pura del hombre, del otro hombre y del hombre como otro comienza o tiene por fin la oportunidad de anunciarse —de prometerse—. De manera aparentemente inhumana o todavía inhumana. Incluso aunque estas proposiciones sigan reclamando cuestiones críticas o deconstructivas, no se reducen a la vulgata del paraíso capitalista como fin de la historia.
(Me permito unas palabras para recordarlo: cierta andadura deconstructiva, por lo menos aquella que he creído deber emprender, consistía desde el comienzo en poner en cuestión el concepto onto-teo-, pero también arqueo-teleológico de la historia, en Hegel, en Marx o incluso en el pensamiento epocal de Heidegger. No para oponerles un fin de la historia o una ahistoricidad sino, por el contrario, para demostrar que esta onto-teo-arqueo-teleología bloquea, neutraliza y, finalmente, anula la historicidad. Se trataba, entonces, de pensar otra historicidad —no una nueva historia ni menos aún un new historicism, sino otra apertura de la acontecibilidad como historicidad que permite no renunciar sino, por el contrario, abrir el acceso a un pensamiento afirmativo de la promesa mesiánica y emancipatoria como promesa: como promesa y no como programa o proyecto onto-teológico o teleo-escatológico—. Pues, lejos de que haya que renunciar al deseo emancipatorio, hay que empeñarse en él más que nunca, al parecer, como aquello que, por lo demás, es lo indestructible mismo del «es preciso». Esa es la condición de una repolitización, tal vez de otro concepto de lo político.
Nenhum comentário:
Postar um comentário