M. F.: Con frecuencia usted ha hablado de estrategias –e incluso en «Les fines de l’homme», un poco pascalianamente, de «pari stratégique» y suele hablar al respecto, como si hubiera un «polemos».
J. D.: Si hay un polemos, e irreductible, no es, en última instancia, porque haya cierto gusto por la guerra, y menos aún por la polémica. Hay un polemos cuando un campo es establecido como campo de batalla a falta de metalenguaje, de un lugar de verdad exterior al campo. No hay un punto de referencia absoluto y ahistórico; y la ausencia de esa referencia, y la consiguiente historicidad radical del campo, hace que necesariamente quede librado a la multiplicidad, a la heterogeneidad. De ello se sigue que estar en el campo signifique, por fuerza, estar inscriptos en un polemos, aunque no se tenga una especial afición por la guerra. Hay un destino estratégico, destinado a la estratagema de la reconsideración de la verdad del campo.
Sin duda, hablar de estrategia significa tener en cuenta un «ahora» irreductible. Hacerse cargo de la singularidad de este «ahora» no forzosamente quiere decir renunciar a lo que decía de la disyunción, y de lo inactual. Hay un «ahora» de lo inactual, hay una singularidad: la de esa disyunción del presente.
En una breve formalización, diré —como a menudo me tocó hacerlo en este último tiempo— que la disociación que se impone es disociación entre la singularidad del «ahora» y la del presente. Hay un «ahora» sin presente; hay una singularidad del hic et nunc, mientras que la presencia, la presencia para sí, está dislocada. Hay instancias de dislocación singulares, insustituibles. Precisamente en este punto se torna central el problema que suele denominarse «biografía»: la existencia singular, si bien consagrada a la no presencia para sí, a la dislocación, a la no reapropiación de un presente, no por esto es menos singular. Por lo tanto, debe tenerse en cuenta la singularidad de lo inactual, de la no-contemporaneidad a sí. Empero, por la razón misma de que no hay más que contextos individuales, me permitiría insistir en el tema de la apuesta y de la estrategia. Si la estrategia estuviera de por sí garantizada, si su cálculo fuera certero, no se trataría de estrategia. La estrategia siempre implica la apuesta, esto es, cierto modo de confiarse al no saber, a lo incalculable: se calcula porque hay algo incalculable, se calcula toda vez que no se sabe, cuando no se logra predeterminar. Entonces, la apuesta estratégica siempre consiste en tomar una decisión, o más bien, paradójicamente, en entregarse a una decisión, en tomar decisiones que no pueden justificarse por completo. La decisión de apostar es tal precisamente porque no se sabe si al final el pari stratégique será el correcto, o el mejor. Se llega a la apuesta estratégica porque el contexto no es del todo determinable: existe pero no se lo puede analizar de modo exhaustivo; está abierto porque acontece, porque hay porvenir. Así, para poder tomar decisiones y comprometerse en una apuesta hay que aceptar el concepto de contexto no saturable, y tener en cuenta tanto el contexto como su estructura abierta —esto es, uno debe arriesgar sin saber, sin estar seguro de que se obtendrá una paga, un triunfo, etc. —. Y este entramado de exacerbada responsabilidad y de aceptación de una zona de sombra, de irresponsabilidad, hace que el afán de coherencia no sistemática, del cual hablaba al principio, impulse a apostar a un porvenir que en el mejor de los casos confirmaría la incoherencia.
No veo otra cosa que los viejos conceptos de obra y firma para describir provisoriamente este acontecimiento. Obra, porque la apuesta estratégica hecha en cierto punto, al decir «esto y no aquello», prevé que, más allá de los límites del contexto, lo que ahora digo tendrá mañana, con prescindencia de la situación, cierta consistencia, se lo considerará —aunque no llegue a tener un valor científico supratemporal y universal— una obra: algo que permanece, que no es del todo traducible, que lleva una firma (la firma no necesariamente es el narcisismo del nombre propio o la reapropiación de algo mío); sea como fuere, algo que tiene un lugar, cierta consistencia; algo que se archiva, a lo que uno puede volver y puede repetir en un contexto distinto; algo que todavía podrá leerse en un contexto en que las condiciones de lectura habrán cambiado.
Permanecerá legible como cierto corpus, con una firma insistente, la misma. Un contrato; no el nombre propio, no el derecho de autor, no la propiedad; una insistencia de ese mismo que firma, que rubrica la apuesta. Por ejemplo, para hablar de modo más trivial y concreto, es evidente que cuando empecé a escribir algo —acerca de Husserl, supongamos—, respondía a un contexto que podríamos describir como un contexto filosófico mundial, y en forma más específica, un contexto francés de cierto momento, en un campo académico en especial, etc. Sin embargo —he aquí la apuesta—, la coherencia y la consistencia de lo que denominé «obra» deberá hacer que, veinte, treinta o cuarenta años más tarde, lo dicho en aquel contexto no sea contradicho o superado sin más, sino que resista, insista de manera tal que el contexto no sea ya un mero conjunto de condiciones que rodean a cuanto digo, sino que también esté formado por cuanto dije. En definitiva, es cuestión de producir performativamente no un contexto general, desde luego, sino cierto contexto, que no haya precedido ni circunscripto los enunciados pero que haya sido marcado por ellos. En otros términos, no es cuestión de registrar el contexto, sino de reflejar sus contornos, de darse e imprimir un contexto.
Lo que llamé «obra», valiéndome de un nombre algo dudoso o convencional, es un modo —endógeno, hasta cierto punto— de producir las condiciones de legibilidad de cuanto se produjo. En alguna medida, una obra es su contexto: no en el sentido de la autonomía y la generación espontánea, entre otras cosas, sino en el sentido de que no puede pensarse el contexto general si se prescinde del acontecimiento en cuestión. Sin hacer comparaciones excesivas o presuntuosas, digamos que las obras, filosóficas o no, son contextualizantes en igual medida que son contextualizadas. No puede leerse la época de Platón sin Platón; eso no significa que Platón haya caído del cielo, sino que uno debe valerse de él para leer su época.
Nenhum comentário:
Postar um comentário